miércoles, 9 de febrero de 2011

6:27 pm.



Cuando cayó al agua desde el puente, Peyton Farquhar perdió conciencia como si estuviera muerto. De aquel estado le pareció salir siglos después por el sufrimiento de una presión violenta en la garganta, seguido de una sensación de ahogo. Dolores atroces, fulgurantes, atravesaban todas las fibras de su cuerpo de la cabeza a los pies. Se hubiera dicho que recorrían las líneas bien determinadas de su sistema nervioso y latían a un ritmo increíblemente rápido. Tenía la impresión de que un torrente de fuego atravesaba su cuerpo. Su cabeza congestionada estaba a punto de estallar. Estas sensaciones excluían todo pensamiento, borraban lo que había de intelectual en él: sólo le quedaba la facultad de sentir, y sentir era una tortura. Pero se daba cuenta, de que se movía; rodeado de un halo luminoso del cual no era más que el corazón ardiente, se balanceaba como un vasto péndulo según arcos de oscilaciones inimaginables. Después, de un solo golpe, terriblemente brusco, la luz que lo rodea subió hasta el cielo. Hubo un chapoteo en el agua, un rugido atroz en sus oídos, y todo fue tinieblas y frio. Habiendo recuperado la facultad de pensar, supo que la cuerda se había roto, y que acababa de caer el río. Ya no aumentaba la sensación de estrangulamiento: el nudo corredizo alrededor de su cuello, a la par que lo sofocaba, impedía que el agua entrara en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea le pareció absurda. Abrió los ojos en las tinieblas y vio una luz encima de él, ¡pero de tal modo lejana, de tal modo inaccesible! Se hundía siempre, porque la luz disminuía cada vez más hasta convertirse en un pálido resplandor. Después aumentó de intensidad y comprendió de mala gana que remontaba a la superficie, porque ahora estaba muy cómodo. “Ser ahorcado y ahogado – pensó-, ya no está mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no sería justo”.

Aunque inconsciente del esfuerzo, un agudo dolor en las muñecas le indicó que trataba de zafarse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como un espectador ocioso podría mirar la hazaña de un malabarista sin interesarse en el resultado. Qué magnifico esfuerzo. Qué espléndida, sobrehumano energía. Ah, era una tentativa admirable. ¡Bravo! Cayo la cuerda: sus brazos se apartaron y flotaron hasta la superficie. Pudo distinguir vagamente sus manos de cada lado, en la luz creciente. Con nuevo interés las vio aferrarse al nudo corredizo. Quitaron salvajemente la cuerda, la arrojaron lejos, con furor, y sus ondulaciones parecieron las de una culera de agua. “¡ Ponedla de nuevo, ponedla de nuevo!”Le pareció gritar estas palabras a sus manos porque después de haber deshecho el nudo tuvo el dolor más atroz que había sentido hasta entonces. El cuello lo había sufrir terriblemente; su cerebro ardía; su corazón, que palpitaba apenas, estalló de pronto como si fuera a salírsele por la boca. Una angustia intolerable torturó y retorció su cuerpo entero. Pero sus manos desobedientes no hicieron caso de la orden. Golpeaban el agua con vigor, en rápidas brazadas, de arriba abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su cabeza. La claridad del sol lo encegueció, su pecho se dilató convulsivamente. Después, dolor supremo y culminante, sus pulmones tragaron una gran bocanada de aire que inmediatamente exhalaron en un grito.

Ahora estaba en plena posesión de sus sentidos; eran, en verdad, sobrenaturalmente vivos y sutiles. La perturbación atroz de su organismo los había de tal modo exaltado y referido que registraban cosas nunca percibidas hasta entonces. Sentía los cabrilleos del agua sobre su rostro, escuchaba el ruido que hacía cada olita al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y distinguía cada árbol, cada hoja con todas sus nervaduras, y hasta los insectos que alojaba: langostas, moscas de cuerpo luminoso, arañas grises que tendían su tela de ramita en ramita. Observó los colores del prisma en todas las gotas de rocío sobre un millón de briznas de hierba. El bordoneo de los moscardones que bailaban sobre los remolinos, el batir de alas de las libélulas, las zancadas de las arañas acuáticas como remos que levantan un boté, todo eso era para él una música perfectamente audible. Un pez resbaló bajo sus ojos y escuchó el deslizamiento de su propio cuerpo que hendía la corriente.
Había emergido boca abajo en el agua. En un instante, el mundo pareció girar con lentitud a su alrededor. Vio el puente, el fortín, vio a los centinelas, al capitán, a los dos soldados rasos, sus ejecutores, cuyas siluetas se destacaban contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo con el dedo; el oficial blandía su revólver pero no disparaba; los otros estaban sin armas. Sus movimientos parecían grotesco; sus formas, gigantescas.

De pronto oyó una detonación breve y un objeto golpeó vivamente el agua a pocas pulgadas de su cabeza, salpicándole el rostro. Oyó una segunda detonación y vio que uno de los centinelas aún tenía el fusil al hombro: de la boca del caño subía una ligera nube del humo azul. El hombre en el río vio los ojos del hombre en el puente que de detenían en los suyos a través de la mira del fusil. Al observar que los ojos del centinela eran muy penetrantes, que todos los tiradores famosos tenían ojos de ese color. Sin embargo, aquel no había dado en el blanco.



Un remolino lo hizo girar en sentido contrario; de nuevo tenía a la vista el bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Una voz clara resonó tras él, en una cadencia monótona, y apago todo otro ruido, hasta el chapoteo de las olitas en sus orejas. Sin ser soldado, había frecuentado bastante los campamentos para conocer la terrible significación de aquella lenta, arrastrada, aspirada salmodia: en la orilla, el oficial cumplía su labor matinal. Con qué frialdad implacable, que con qué tranquila entonación, que presagiaba la calma de los soldados y les imponía la suya, con qué precisión en la medida de los intervalos, cayeron estas palabras crueles:

- ¡Atención, compañía! … ¡Armas al hombro!... ¡Listos!... ¡Apuntar!... ¡Fuego!
- Farguhar se hundió, se hundió tan profundamente como pudo. El agua gruño en sus oídos como la voz del Niágara. Escuchó sin embargo el trueno ensordecido de la selva y, mientras subía a la superficie, encontró pedacitos de metal brillante, extrañamente chatos, oscilando hacia abajo con lentitud. Algunos le tocaron el rostro y las manos, después continuaron descendiendo. Uno de ellos se alojó entre su pescuezo y el cuello de la camisa: era de un calor desagradable, y Farquhar lo arrancó vivamente.
- Cuando llegó a la superficie, sin aliento, comprobó que había permanecido mucho tiempo bajo el agua. La corriente lo había arrastrado muy lejos – cerca de la salvación. Los soldados casi había terminado de cargar nuevamente sus armas; las baquetas de metal centellearon al sol, mientras los hombres las sacaban del caño de sus fusiles y las hacían girar en el aire antes de ponerlas en las lugar. Otra vez tiraron los centinelas, y otra vez erraron el blanco.
El perseguido vio todo esto por arriba del hombro. Ahora nadaba con energía a favor de la corriente. Su cerebro no era menos activo que sus brazos y sus piernas; pensaba con la rapidez del relámpago.

“El teniente – razonaba- no comentará este error por segunda vez. Es el error propio de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es tan fácil esquivar una salva como un solo tiro? Ahora, sin duda, ha dado orden de tirar como quieran. ¡Dios me proteja, no puedo escaparles a todos!”

A las yardas hubo el atroz estruendo de una caída de agua seguido de un ruido sonoro, impetuoso, que se alejó disminuyendo y pareció propagarse en el aire en dirección al fortín donde murió en una explosión que sacudió las profundidades mismas del río. Se alzó una muralla líquida, se curvó por encima de él, se abatió sobre él, lo encegueció. Lo estranguló. ¡El cañón se había unido a las demás armas! Como sacudió la cabeza para desprenderla del tumulto del agua herida por el obús, oyó que el proyectil desviado de su trayectoria roncaba en el aire delante de él y segundos después hacía pedazos las armas de los árboles, allí, en el bosque.
“No empezarán de nuevo- pensó- la próxima vez cargarán con la metralla. Debo mantener los ojos fijos en la pieza: el humo me indicará. La detonación llega demasiado tarde; se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón.”


III

De pronto se sintió dar vueltas y vueltas en el mismo punto: gira como un tronco. El agua, las orillas, le bosque, el puente, el fortín y los hombres ahora lejanos, todo se mezclaba y se esfumaba. Los objetos ya no estaban representados sino por los colores; bandas horizontales de color era todo lo que veía. Atrapado por un remolino, avanzaba con un movimiento circulatorio tan rápido que se sentía enfermo de vértigo y náuseas. Momentos después se encontró arrojado contra la orilla izquierda del río – la orilla austral -, detrás de un montículo que lo ocultaba de sus enemigos. Su inmovilidad súbita, el roce de una de sus manos contra el pedregullo, le devolvieron el uso de sus sentidos y lloró de alegría. Hundió los dedos en la arena y se la echó a puñados sobre el cuerpo bendiciéndola en alta voz. Para él era diamantes, rubíes, esmeraldas; no podía pensar en nada hermoso que no se le pereciera. Los árboles de la orilla eran gigantescas plantas de jardín; advirtió una orden determinando en su disposición, respiró el perfume de sus flores. Una luz extraña. Rosada, brillaba entre los troncos, y el viento producía en su follaje la música armoniosa de un arpa eolia. No deseaba terminar de evadirse; le bastaba quedarse en ese lugar encantado hasta que lo capturaran.

El silbido y el estruendo de la metralla en las ramas por encima de su cabeza lo arrancó de su ensueño. El artillero decepcionado le había enviado al azar una descarga de adiós. Se levantó de un saltó. Remontó precipitadamente la pendiente de la orilla, se interno en el bosque.
Caminó todo aquel día, guiándose por la marcha del sol. El bosque parecía interminable; por ninguna parte un clavo, ni siquiera el sendero de un leñador. Había ignorado que viviera en una región tan salvaje, y había en esta revelación algo sobrenatural.

Continuaba avanzando al caer la noche, con los pies heridos, fatigado, hambriento. Lo sostenía el pensamiento de su mujer y de sus hijos. Terminó por encontrar un camino que lo conducía en la buena dirección. Era tan ancha y recto como una calle urbana, y sin embargo daba la impresión de que nadie hubiese pasado por él. Ningún campo lo bordeaba; por ninguna parte una vivienda. Nada, ni siquiera el aullido de un perro, sugería una habitación humana. Los cuerpos negros de los grandes árboles formaban dos murallas rectilíneas que se unían en un solo punto del horizonte, como un diagrama en una lección de perspectiva. Por encima de él, como alzara los ojos a través de aquella brecha en el bosque, vio brillar grandes constelaciones. Tuvo la certeza de que estaba dispuestas de a cuerdo con un orden que ocultaba un maligno significado. De cada lado del bosque le llegaban ruidos singulares entre los cuales, una vez, dos veces, otra vez aún, percibió nítidamente susurros en una lengua desconocida.



Le dolía el cuello; al tocárselo, lo encontró terriblemente hinchado. Sabía que la cuerda lo había marcado con un círculo negro. Tenía los ojos congestionados; no lograba cerrarlos. Tenía la lengua hinchada por la sed; sacándola entre los dientes y exponiéndola al aire fresco, apaciguó su fiebre. Qué suave tapiz había extendido el césped a lo largo de aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo bajo los pies.

A despecho de sus sufrimientos, sin duda, se ha dormido mientras camina, porque ahora contempla otra escena – tal vez acaba de salir de una crisis delirante - . Se encuentra ante la verja de su casa. Todo está como lo ha dejado, todo resplandece de belleza bajo el sol matinal. Ha debido de caminar la noche entera. Mientras abre las puertas de verja y asciende por la gran avenida blanca, ve flotar ligeras vestiduras: su mujer, con el rostro fresco y dulce, baja a la galería y el salé al encuentro, deteniéndose al pie de la escalinata con una sonrisa de inefable júbilo, en una actitud de gracia y dignidad inigualable. ¡Ah, cómo es de hermosa! Él se lanza en su dirección, los brazos abiertos. En el instante mismo que va a estrecharla contra su pecho, siente en la nuca un golpe que lo aturde. Una luz blanca y se enceguecedora flamea a su alrededor con un ruido semejante al estallido del cañón – y después todo es tinieblas y silencio.



Peyton Farquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba suavemente de uno a otro extremo de las maderas del puente del Búho.

El puente sobre el río del Búho
Ambrose Bierce.

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