domingo, 24 de mayo de 2009

SIN PALABRAS !!!





AGRADECIMIENTOS

Interesante propuesta siempre aprecié los tejidos peruanos, ya sean del arte precolombino o de la artesanía contemporánea, pero jamás vi que desarrollaran la técnica para propósitos artísticos propiamente dicho.
Roberto Escobar.

Muestra muy interesante, por su inspiración y su realización. Muchos símbolos se descubre; vida, universalidad, infinito, los colores y el dibujo hallan mucho también. “Dormir es una obra maestra” es mi cuadro preferido, los ovillos de lana “constelación” de muestra una imaginación y un sentido profundo del universo donde vivimos.
Flancoire Dwaey

P.S quel dommage que l´imitation resseble a un faire part de déces! Du blane curdé de noir, e´sb fúnebre !
Et la page en noer est illisible, surtart les y dermier paragrafhas et le nom de l´agamisitem “curador independiente” : il ne mérite pas ala!
F.D

Un trabajo donde demuestra mucha capacidad imaginativa, técnica, y de cómo, también se puede hacer arte y del bueno, con artículos tan nuestros como el telar, la unión con la hoja de coca, el óleo y por sobre todo tu imaginación, tu creatividad de artista.
Aldo Bett

Hola amigo quitamos una letra de la Alianza de la pintura paisaje infinito de la costa y sólo quedo aisaje infinito de la cost
Completar por favor, lo siento.
Me encanto es muy hermoso
Lourdes Matos

Ud. es un “pequeño “HACEDOR de una obra, así como el gran HACEDOR hace su obra con cada uno de nosotros.
Bellos mensajes místicos en sus tejidos como los teje muestra vidas el gran TEJEDOR.
Bismarck Rojas de la Puente

Me encantó muchísimo la imaginación, más que todo la creatividad que usted tuvo para representar lo que pensaba… sobre todo representar los edificios atrás y pueblos antes…
Muy bueno.
Cintia
Estudiante de Urbanismo

Me ha impresionado la manera de unir el pasado con nuestros días a través del tejido hecho arte.
Jesús Villanueva

A cuanto el cuadro de los ovillos… sobre todo la bola celeste… increíble. Realmente increíble!!!

Firma: La oveja

Entre tantas “muestra” culturales que dicen presentar creatividad, ésta es un pilar que salva la categoría artística del olvido en el que esta cayendo.
Carla Bhayre

Que hermoso ver el arte, en diferentes aspectos, esa mezcla de hilo, pintura involucrando en nuestras vidas y en este tiempo, difundiendo la cultura.
Elizabeth Román

Querido: Robert
Quisiera darle mis felicitaciones por estas magnificas obras de arte por ese toque que les das a las pinturas, mezclando muy bien los objetos que has usado en tus obras, es realmente algo nuevo para mi ver este tipo de obras de arte, creo que en general nos acostumbramos a lo clásico, pero usted ha hecho, a usado otro método muy bueno, dándole otra perspectivas mezclando nuestro pasado con lo contemporáneo.
Michelle Dextre

Cada día me sorprendo como es que nuestros sueños nos transportan a un mundo no imaginario y como ellos mismos reflejan quienes somos. Un mundo bajo sobras corrompida por la noche. Bajo la mirada de Morfeo representando nuestro mundo con los ojos cerrados. Me agradó “Dormir es una obra maestra” Refleja y nos encuentra con nosotros mismos.
Fran

Sinceramente me impresionó demasiado, más aún el ser Peruano, como nuestra cultura y patria va progresado y demostrando más nuestra IDENTIDAD. Reitero mi admiración y orgullo de ser peruana.
Marielle Margarita Velasco

He visto estas obras de arte y me parece alucinante el trabajo en los detalles y que se quiere transmitir con ellos. No hay más que decir.
Jean Pierre

Nunca había visto algo como esto, me parece una buena opción mostrar a la gente estas buenas obras y así continuar diciendo que somos tan creativos.
L´art de vivre
Francois

Robert, superbe! Tu filosofía de vida está en ti y en tus textiles
Carla Guerrero

Robert, me encanto tu exposición es original, juega con los telares sigue haciendo muchas más exposiciones…
Mercy Alvarado

Superbe !
Magnifique!
J´adore ca!
Es realmente arte!
Mayra Nuñez

Estimado Robert muchas felicitaciones, por está excelente muestra, es muy grato ver alguien que realmente merece estos éxitos lo consigue y ver además que lo nos transmite no pasa ni pasará inadvertido para nuestro pequeño pero profundo mundo del arte.
Miguel Vílchez

jueves, 21 de mayo de 2009

UN ALTO A MI VIDA COTIDIANA



Buzón del tiempo

En el buzón del tiempo se deslizan
La pasión desolada / el goce trémulo
Y allí queda esperando su destino
La paz involuntaria de la infancia /
Hay un enigma en el buzón del tiempo
Un llamador de dudas y candores
Un legajo de angustia / una libranza
Con todos sus valores declarados

En el buzón de tiempo hay alegrías
Que nadie va a existir / que nadie nunca
Reclamará / y acabarán marchitas
Añorando el sabor de la intemperie
Y sin embargo / el buzón de tiempo
Saldrán de pronto cartas volanderas
Dispuesta a afincarse en algún sueño
Donde aguarden los sustos del azar.

Mario Benedetti

2000

Mayo -2009

Un alto a mi vida cotidiana
Dejó de existir hace unos días, solo tengo este poema que solo hurto para dedicarlo con sus mis palabras, esas mis palabras…





Señales de humo

Cuando estás en el filo de lo oscuro
Y le rindes honor desde tus huesos
Cuando el alma purísima del ocio
Pide socorro al universo inútil
Cuando subes y bajas del dolor
Mostrando cicatrices de hace tiempo
Cuando en tu ventanal está el otoño
Aún no te despidas / todo es nada /
Son señales de humo / apenas eso


Tu mirada de viaje o de desiertos
Se vuelve un manantial indescifrable
Y el silencio / tu miedo más valiente /
Se va con los pajaritos de la aurora /
De todo quedan huellas / pistas / trazas
Muecas / indicios / signos / apariencias
Pero no te preocupes / todo es nada
Son señales de humo / apenas eso

No obstante en esas claves se condensa
Una viaja dulzura atormentada
El vuelo de las hojas que pasaron
La nube que es de ámbar o algodón
El amor que carece de palabras
Los barros del recuerdo / la lujuria /
O sea que los signos en el aire
Son señales de humo / pero el humo
Lleva consigo un corazón de fuego.


Mario Benedetti

2000

domingo, 17 de mayo de 2009

SOLAMENTE ME PREGUNTABA...




En un tiempo no podía comprender por qué no recibía respuesta a mi pregunta, hoy no puedo comprender cómo pude estar engañado hasta el extremo de preguntar. Pero no es que me engañe. Preguntaba solamente.

Franz Kafka

sábado, 16 de mayo de 2009

JUGANDO CON LA INMORTALIDAD

No se puede escribir sin recordar, más si lo aprendido en el arte
es un auto aprendizaje, un dominio, un desarrollo
y perfeccionamiento de la técnica en un auto aprendizaje que lo
descubre cuando uno es artesano en el sentido más primitivo del
significado y es más gratificante si tienes a tu lado a un artista y artesano
como mi padre Alejandro Orihuela.




Vejez – Ser.-

El límite de nuestra vida se manifiesta bajo signos que nos vuelven a etapas indefensas como la infancia, pero después de haber visto “todo “. El aire que respiramos nos añeja, a su vez las energías de nuestros sentimientos se tornan más pausadas y pacientes, en alegrías y tristezas, en el amor y en la indiferencia, mientras el mundo también muta en nuevas formas, naturales y artificiales.




La vejez nos hace ganadores de una sabiduría maravillosa sustentada en la experiencia, son libros vivientes de épocas imposibles de revivir. Pero, ningún documento, video, audio, ni aparato virtual o tecnológico puede traer las descripciones que junto con los años acompañan las emociones humanas; evidencias vitales para cualquier búsqueda de la acción del hombre y la mujer sea fortalecida como protagonista de nuestra historia.



Vejez – Arte.-

La muestra reivindicar las actitudes de la gente hacia los ancianos, y que no pasan desapercibidas entre nosotros. ENSAYO SOBRE LA VEJEZ congregan siete artistas que dialogan mediante la imagen hacia tiempos futuristas, donde la humanidad es desdoblada y reproducida en aparatos tecnológicos. Pues aquí nos recrean momentos protagonizados por valiosos seres de avanzada edad.



Desde visiones nostálgicas, paisajes metafóricos, escenas y situaciones perennizadas como fotografías para el tiempo, donde el mensaje es claro e inquietante en instantes en toda su estructura. Aquí surgen preguntas, desde sociológicas y artísticas ¿qué queremos comunicar retratando la ancianidad? ¿Es la vejez la máxima expresión pura del hombre y la mujer en experiencia y sabiduría? ¿Cima de nuestros límites? Quizás también sientan lo mismo que sintieron los grandes maestros como Manet (1832-1883) al pintar al The Ragpicker (El trapero) o al ahora viejo Lucian Freud con su Autorretrato Desnudo, cuadro tierno y devastador a la vez siendo un gesto hacia la soledad del ser longevo en su intimidad.



Solamente diremos con nuestras miradas en los cuadros de esta muestra, que los ciclos de la vida desde el hecho de ser concebidos tienen esa importancia del sobrevivir, tengamos la edad que sea y que cada etapa es creadora de recuerdos, hechos y sentimientos que nos harán personas llenas de vida, hasta cuando el cuerpo resiste.

Felipe Mayuri Poma
Curaduría

martes, 5 de mayo de 2009

Donde su fuego nunca se apaga



Tenías razón por el largo silencio…. Me preguntaste por que ya no escribo nada con esas mismas palabras, esas mismas palabras.
Creo en el fondo compartimos esa misma historia solo que la mía era cuentos memorables…


&

Donde su fuego nunca se apaga

No había nadie en el huerto. Enriqueta Leigh salió furtivamente al campo por el portón de hierro sin hacer ruido. Jorge Waring, teniente de Marina, la esperaba allí.

Muchos años después, siempre que Enriqueta pensaba en Jorge Waring, revivió el suave y tibio olor de vino de las flores de saúco, y siempre que olía flores de saúco reveía a Jorge con su bella y noble cara como de artista y sus ojos de azul negro.
Ayer mismo la había pedido en matrimonio, pero el padre de ella la creía demasiado joven, y quería esperar. Ella no tenía diecisiete años todavía, y él tenía veinte, y se creían casi viejos ya.

Ahora se despedían hasta tres meses más tarde, para la vuelta del buque de él. Después de pocas palabras de fe, se estrecharon en un largo abrazo, y el suave y tibio olor de vino de las flores de saúco se mezclaba en sus besos bajo el árbol.

El reloj de la iglesia de la aldea dio las siete, al otro lado de campo de mostaza silvestre. Y en la casa sonó un gong.





Se separaron con otros rápidos y fértiles besos. Él se apuró por el camino a la estación del tren, mientras ella volvió despacio por la senda, luchando con sus lágrimas.
- Volverá en tres meses. Puedo vivir tres meses más – se decía.
Pero no volvió nunca. Su buque se hundió en el Mediterráneo, y Jorge con él.
Pasaron quince años.
Inquieta esperaba Enriqueta Leigh, sentada en la sala de su casita de Maida Vale, donde habitaba sola desde hacía pocos años. Después de la muerte de su padre. No alejaba su vista del reloj, esperando las cuatro, la hora que Oscar Wade, había fijado. Pero no estaba muy segura de que él viniera, después de haber sido rechazada el día antes.

Y se preguntaba ella por qué razones lo recibía hoy, cuando el rechazo de ayer parecía definitivo, y había pensado ya bien que no debía verlo nunca más, y se lo había dicho bien claro.



Se veía a sí misma, erguida en su silla, admirando su propia integridad, mientras él quedaba de pie, cabizbajo, abochornado, vencido; volvía a oírse repetir que no se olvidara de su esposa, Muriel, a quien él no debía abandonar por un capricho nuevo.
A lo que había respondido él, irritado y violento:
- No tengo por qué ocuparme de ella, todos acabó entre nosotros. Seguimos viviendo juntos sólo por el qué dirán.
Y ella, con serena dignidad:

- Y por el qué dirán, Oscar, debemos dejar de vemos. Le ruego que se vaya.
- ¿De veras lo dice?
- -Sí. No nos veremos nunca más. No debemos.

Y él se había ido, cabizbajo, abochornado y vencido, cuadrando sus espaldas para soportar el golpe.

Ella sentía pena por él había sido dura sin necesidad. Ahora que ella le había trazada su límite, ¿no podrían, quizá, seguir siendo amigos? Hasta ayer no estaba claro ese límite, pero hoy quería pedirle que se olvidara él de lo que había dicho.




Y llegaron las cuatro, las cuatro y media y las cinco. Ya había acabado ella con el té, y renunciado a esperar más, cuando cerca de las seis llegó él, como había venido una decena de veces ya, con su paso medido y cauto, con su porte algo arrogante, sus anchas espadas alzándose en ritmo. Era hombre de unos cuarenta años, alto y robusto, de cuellos corto y ancha cara cuadrada y rósea, en la que parecían chicos sus rasgos, por lo finitos y bellos. El corto bigote, pardo rojizo, erizaba su labio, que avanzaba, sensual. Sus ojillos brillaban, pardos rojizos, ansiosos y animales.
Cuando no estaba él cerca, Enriqueta gustaba de pensar en él; pero siempre recibía un choque al verlo, tan diferente, en lo físico al menos, de su ideal, que seguía siendo su Jorge Waring.



Se sentó frente a ella, en un silencio molesto, que rompió al fin:
- Bueno; usted me dijo que podía venir, Enriqueta.
Parecía echar sobre ella toda la responsabilidad.
- ¡Oh, sí; ya lo he perdonado, Oscar!
Y él dijo que mejor era demostrárselo cenado con él, a lo que ella no supo negarse, y, simplemente, fueron a un restaurante en Soho.
Oscar comió como gourmet, dando a cada plato su importancia, y ella gustaba de su libertad ostentaba sin la menor mezquindad.

Al fin terminó la cena. El silencio embarazoso de él, su cara encendida le decían lo que estaba pensando. Pero, de vuelta, justos, él la había dejado en la puerta del jardín. Lo había pensado mejor.




Ella no estaba segura de si se alegraba o no por ello. Había tenido su momento de exaltación virtuosa, pero no hubo alegrías en las semanas siguientes. Había querido dejarlo porque no se sentía atraído, y ahora, después de haber renunciado, por eso mismo lo buscaba.

Cenaron juntos otra y otra vez, hasta que ella se conoció el restaurante de memoria: las blancas paredes con paneles de marcos dorados; las blandas alfombras turcas, azul y punzó; los almohadones de terciopelo carmesí que se prendían a su saya: los destellos de la platería y cristalería en las innúmeras mesitas; y las fechas de todos colores, rasgos y expresión de los clientes, y las luces en sus pantallitas rojos, que teñían el aire denso de tabaco perfumado, como el vino tiñe al agua; y la cara encendida de Oscar, que se encendía más y más con la cena. Siempre, cuando él se echaba atrás con su silla y pensaba, y cuando alzado los párpados y la miraba fijo, cavilando, ella sabía qué era, aunque no se qué acabaría.




Recordaba a Jorge Waring y toda su propia vida desencantada, sin ilusiones ya. No lo había elegido a Oscar, y en verdad, no lo había estimado antes, pero ahora que él se había impuesto a ella no podía dejarlo ir. Desde que Jorge había muerto, ningún hombre la había amado, ninguno la amaría ya. Y había sentido pena por él, pensando cómo se había retirado, vencido y avergonzado.
Estuvo cierta del final antes que él. Sólo que no sabía cómo y cuándo. Eso lo sabía él.
De tiempo en tiempo repitieron las furtivas entrevistas allí, en casa de ella.

Oscar se declaraba estar en el colmo de la dicha. Pero Enriqueta no estaba del todo seguro; eso era el amor, lo que nunca había tenido, lo deseado y soñado con ardor. Siempre esperaba algo más, y más allá, algún éxtasis, celeste, supremo, que siempre se anunciaba y nunca llegaba. Algo había en él que la repelía; pero por ser él, no quería admitir que le hallaba un cierto dejo de vulgaridad.
Para justificarse, pensaba en todas sus buenas cualidades, en su generosidad, su fuerza de carácter, su dignidad, su éxito como ingeniero.

Lo hacía hablar de negocios, de su oficina, de su fábrica y maquinas: se había prestar los mismos libros que él leía, pero siempre que ella empezaba a hablar, tratando de comprenderlo y acercársele, él no la dejaba, le hacía ver que se salía de su esfera, que toda la conversación que un hombre necesita la tiene como sus amigos hombres.
En la primera ocasión y pretexto que hubo en asuntos de él, fueron a París por separado.



Por tres días Oscar estuvo loco por ella, y ella por él. A los seis empezó la relación. Al final del decimo día, volviendo de Montmartre, estalló ella en un ataque de llanto, y contestó al azar cuando él le inquirió la causa, que el hotel Saint – Pierre era horrible, que le daba en los nervios y no lo soportaba más. Oscar, con indulgencia, explicó su estado como fatiga subsiguiente a la continua agitación de esos días.
Ella trató como energía de creer que su abatimiento creciente venía de que su amor era mucho más puro y espiritual que el de él; pero sabía perfectamente que había llorando de puro aburrimiento.
Estaba enamorada de él, y él la aburría hasta desesperarla; y con Oscar sucedía más o menos lo mismo. Al final de la segunda semana ella empezó a dudar de si alguna vez, en algún momento lo había podido amar realmente.






Pero la pasión retornó por corto tiempo en Londres.
En cambio, se les fue despertando el temor al peligro, que en los primeros tiempos del encanto quedaba en segundo término. Luego, al miedo de ser descubiertos, después de una enfermedad de Muriel, la esposa de Oscar, se agregó para Enriqueta el temor de la posibilidad de casarse con él, que seguía jurando que sus intenciones eran serias, y que se casaría con ella en cuanto fuera libre.

Esta idea la asustaba a veces en presencia de Oscar, y entonces él la miraba con expresión extraña, como si adivinara, y ella veía claro que él pensaba en lo mismo y del mismo modo.

Así que la vida de Muriel se hizo preciosa para ambos, después de su enfermedad: era lo que les impedía una unión definitiva. Pero un buen día, después de unas aclaraciones y reproches mutuos, que ambos se sabían desde muchos antes, vino la ruptura y la iniciativa fue de él.
Tres años después fue Oscar quien se fue del todo ya, en un ataque de apoplejía, y su muerte fue inmenso alivio para ella. Sin embargo, en los primeros momentos se decía que así estaría más cerca de él que nunca, olvidando cuán poco había querido estarlo en vida. Y antes de mucho se persuadió de que una nunca habían estado realmente juntos. Le parecía cada vez más increíble que ella hubiera podido ligarse a un hombre como Oscar Wade.

Y a los cincuenta y dos años, amiga y ayudante del vicario de Santa María Virgen en Maide Vale, diácona de su parroquia, con capa y velo, cruz y rosario, y devota sonrisa, secretaria del Hogar de Jóvenes caídas, le llegó la culminación de sus largos años de vida religiosa y filantrópica, en la hora de la muerte. Al confesarse por última vez, su mente retrocedió al pasado y encontrándose otra vez con Oscar Wade. Caviló algo si debía hablar de él, pero se dio cuenta años había estado él fuera de su vida y de su muerte.

Murió con la mano en la mano del vicario, el que la oyó murmurar:
- Esto es la muerte. Cría que sería horrible, y no. Es la dicha; la Mayor dicha,
La agonía le arrancó la mano de la mano del vicario, y en seguida terminó todo.

Por algunas horas se detuvo ella vacilante en su cuarto, y retirando todo lo tan familiar, lo veía algo extraño y antipático ahora.

El crucifijo y las encendidas le recordaban alguna tremenda experiencia, cuyos detalles no alcanzaba a definir; pero que parecían tener relación con el cuerpo cubierto que yacía en la cama, que ella no asociaba a su persona.

Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio Enriqueta el cadáver de una mujer de edad mediana, y su propio cuerpo vino era el de una joven de unos treinta y dos años. Su frente no tenía pasado ni futuro, y ningún recuerdo coherente o definido, ningún idea de lo que iba a ocurrirle. Luego, de repente, el cuarto empezó a dividirse antes su vista, a partirse en zonas y hacer de piso, muebles y cielo raso, que se dislocaban y proyectaban hacia planos diversos se inclinaban en todo sentido, se cruzaban, se cubrían con una mezcla transparente, de perspectivas distintas, como reflejo de exterior en vidrio de interior.

La cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de vista. Ella estaba de pie al lado de la puerta, que aún quedaba firme: la abrió y se encontró en una calle. Fuera de un edificio grisáceo, con gran torre de alto aguja de pizarra, que reconoció con un choque palpable de su mente: era la iglesia de Santa María Virgen, de Maida Vale, su iglesia, de la que podía oír ahora el zumbido del órgano. Abrió la puerta y entró. Ahora volvía a tiempo y espacio definidos, y recuperaba una parte limitada de memoria coherente; recordaba todos los detalles de la iglesia, en cierto modo posesión de ella. Sabia para qué había ido allí.




El servicio religioso había terminado, el coro se había retirado, y el sacristán apagaba las velas del altar. Ella caminó por la nave central hasta un asiento conocido, cerca del púlpito, y se arrodilló. La puerta de la sacristía se abrió y el reverendo vicario salió de allí en su sotana negro, pasó muy cerca de ella y se detuvo, esperándola: tenía algo que decirle. Ella se levantó y se acercó a él, que no se movió, y parecía seguir esperando, aunque ella se le acercó luego más que nunca, hasta confundir sus rasgos. Entonces se apartó algo para ver mejor, y se encontró con que miraba la cara de Oscar Wade, que se estaba quieto, horriblemente quieto. Cortándole el paso.

Ella retrocedió, y las anchas espadas la siguieron, inclinándose a ella, y sus ojos la envolvían. Abrió ella la boca para gritar, pero no salió sonido alguno; quería huir, pero temía que él se moviera con ella; así quedó, mientras las luces de las naves laterales se apagaban una por una, hasta la última. Ahora debía irse, si no, quedaría encerrada con él en esa espantosa oscuridad. Al fin consiguió moverse, llegar a tientas, como arrastrándose, cerca de una altar. Cuando miró atrás, Oscar wade había desaparecido.




Entonces recordó que él había muerto. Lo que había visto no era Oscar, pues, sino su fantasma. Había muerto hacía diecisiete años. Ahora se sentía libre de él para siempre.

Salió al atrio de la iglesia, pero no recordaba ya la calle que veía. La acerca de su lado era una larga galería cubierta, que limitaba altos pilares de un lado, y brillantes vidrieras de lujosos negocios del otro, iba por los pórticos de la calle Rívoli, en Paris. Allí estaba el porche del hotel Saint – Pierre. Pasó la puerta giratoria de cristales, pasó el vestíbulo gris, de aire denso, que ya conocía bien. Fue derecho a la gran escalera de alfombra gris, subió los innumerables peldaños en espiral alrededor de la jaula que encerraba al ascensor, hasta un conocido rellano, y un largo corredor gris, que alumbraba una opaca ventana al final.

Y entonces, el horror del lugar la asaltó, y como no tenía ningún recuerdo ya de su iglesia y de su Hogar de Jóvenes, no se daba cuenta de que retrocedía en el tiempo. Ahora todo el tiempo y todo el espacio eran lo presente ahí.
Recordaba que debía torcer a la izquierda, donde el corredor llegaba a la ventana, y luego ir hasta el final de todos los corredores; pero temía algo que había allí, no sabía qué. Tomando por la derecha podría escaparse, lo sabía; pero el corredor terminaba en un muro liso; tuvo que volverá la izquierda, por un laberinto de corredores hasta un pasaje oscuro, secreto y abominable, con paredes manchadas y una puerta de maderas torcidas al final, con una raya de luz encima. Podía ver ya el número de esa puerta: 107.
Algo había pasado allí, alguna vez, y si ella entraba se repetiría lo mismo. Sintió que Oscar Wade estaba en el cuarto, esperándola tras la puerta cerrada; oyó sus pasos mesurados desde la ventana hasta la puerta.
Ella se volvió horrorizada y corrió, con la rodillas que se le doblan, hundiéndose, a lo lejos, por larguísimos corredores grises, escaleras abajo, ciegas y veloz como animal perseguido, oyendo los pies de él que la seguían, hasta que la puerta giratoria de cristales la recibió y la empujó a la calle.

Lo más extraño de su estado era que no tenía tiempo. Muy vagamente recordaba que una vez había habido algo que llamaban tiempo, pero ella no sabía ya más qué era. Se daba cuenta de lo que ocurría o estaba por ocurrir, y lo situaba por el lugar que ocupaba, y medía su duración por el espacio que cruzaba mientras ello ocurría. Así que ahora pensaba: “si pudiera ir hacia atrás hasta el lugar en que no había pasado aún. Más atrás aun”.




Ahora iba por un camino blanco, entre campos y colonias en vueltos en leve niebla. Llegó al puente de dorso alzado; cruzo el río y vio la vieja casa gris que sobrepasaba el alto muro del jardín. Entró por el gran portón de hierro y se halló en una gran sala de cielo raso bajo, antes la gran cama de su padre. Un cadáver estaba en ella, bajo una sábana blanca, y era el de su padre, que se modelaba claramente. Levantó entonces la sábana, y la cara que vio fue la de Oscar Wade, quieta y suave, con la inocencia del sueño y de la muerte. Con la vista clavada en esa cara, ella, fascinada, con una alegría fría y despiadada: Oscar estaba muerto sin duda ninguna ya. Pero la cara muerta le daba miedo al fin e iba a cubrirla, cuando notó un leve movimiento en el cuerpo. Aterrorizada alzó la sábana y la estiró con toda su fuerza, pero las otras manos empezaron a luchar convulsivas, aparecieron los anchos dedos por los bordes, con más fuerzas que los de ella, y de un tirón apartaron la sábana del todo, mostrado los ojos que se abrían, y la boca que se abría, y toda la cara que la miraba con agonía y horror; y luego se irguió el cuerpo y se sentó, con sus ojos clavados en los de ella, y ambos se inmovilizaron un momento, contenido por mutuo miedo.




De repente se recobró ella, se volvió y corrió fuera del salón, fuera de la casa. Se detuvo en el portón, indecisa hacia dónde huir. Por un lado, el puente y el camino la llevaría a la calle Rívoli y a los lóbregos corredores del hotel, por el otro lado, el camino cruzado la aldea de su niñez.
¡Ah, si pudiera huir más lejos, hacia atrás, fuera del alcance de Oscar, estaría al fin segura! Al lado de su padre, en su lecho de muerte, había sido más joven; pero no lo bastante. Tendría que volver a lugares donde fuera más joven aún, y sabía dónde hallarlos. Cruzó por la aldea, corriendo, pasando el almacén, y la fonda y el correo, y la iglesia, y el cementerio, hasta el portón sur del parque de su niñez.

Todo eso parecía más y más insustancial, se retiraba tras una capa de aire que brillaba sobre ello como vidrio. El paisaje se rajaba, se dislocaba, y flotaba a la deriva, le pasaba cerca, en viaje hacia lo lejos, desvaneciéndose, y en vez del camino real y de los muros del parque, vio una calle de Londres, con sucias fachadas, claras, y en vez del portón sur del parque, la puerta giratoria del restaurante en Soho, la que giró a su paso y la empujo al comedor que se le impuso con la solidez y precisión de su realidad, lleno de conocidos detalles: las blancas paredes con paneles de marcos dorados, las blancas alfombras turcas, las fachas de los clientes, moviéndose como máquinas, y las luces de pantallitas rojas. Un impulso irresistible la llevo hasta una mesa en un rincón, donde un hombre estaba solo, con su servilleta tapándole el pecho y la mitad de la cara. Se puso ella a mirar, dudosa, la parte superior de esa cara. Cuando la servilleta cayó, era Oscar Wade. Sin poder resistir, se le sentó al lado; él reclinó tan cerca que ella sintió el calor de su cara encendida y el olor del vino, mientras él le murmuraba.




- Ya sabía que vendrías.
Comieron y bebieron en silencio.
- Es inútil que me huyas así –dijo él
- Pero todo eso terminó – dijo ella.
- Allá, sí aquí, no
- Termino para siempre.
- No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.
- ¡ah, no¡ cualquier cosa menos eso.
- No hay otra cosa.
- No, no podemos. ¿no recuerdo cómo nos aburrimos?
- ¿que recuerde? ¿te figuras que yo te tocaría si pudiera evitarlo?... para eso estamos aquí. Debemos: hay que hacerlo.
- No, no me voy ahora mismo.
- No puedes- dijo él, la puerta está con llave.
- Oscar, ¿por qué la cerraste?
- Siempre fui así. ¿No recuerdas?
- Ella volvió a la puerta, y no pudiendo abrirla, la sacudió, la golpeó, frenética.
- Es inútil, Enriqueta. Si ahora consigues salir, tendrás que volver. Lo dilatarás una hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?
- Habrá tiempo para hablar de inmortalidad cuando hayamos muerto. ¡Ah!...




Eso pasó. Ella se había ido muy lejos, hacia atrás en el tiempo, muy atrás, donde Oscar no había estado nunca, y no sabría hallarla, al parque de su niñez. En cuanto pasó el portón sur, su memoria se hizo joven y limpia: flexible y liviana, se deslizaba de prisa sobre el césped, y en sus labios y en todo su cuerpo sentía la dulce agitación de su juventud. El olor de las flores de saúco llegó hasta ella a través del parterre, Jorge Waring estaba esperándola bajo el saúco, y lo había visto. Pero de cerca, el hombre que la esperaba era Oscar Wade.
- Te dije era inútil querer escapar, Enriqueta. Todos los caminos te retornan a mí. En cada vuelta me encontrarás. Estoy en todos tus recuerdos.
- - mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudistes tomar el lugar de mi padre y de Jorge Waring? ¿Tú?
- - por que los reemplacé.
- Nunca. Mi cariño por ellos era inocente.
- Tu amor por mí era parte de eso. Crees que lo pasado afecta lo futuro. ¿No se te ocurrió nunca pensar que lo futuro pueda afectar lo pasado?
- Me iré lejos, muy lejos – dijo ella.
- Y esta vez iré contigo – dijo él.




El saúco, el parque y el portón flotaron lejos de ella y se perdieron de vista. Ella iba solo hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la acompañaba de tras de los árboles, al lado del camino, paso a paso, como ella, árbol a árbol. Pronto sintió que Pisaba un pavimento gris, y una fila de pilares grises a su derecha y de vidrieras a su izquierda la llevaban, al lado de Oscar Wade, por la calle Rívoli. Ambos tenían los brazos caídos y flojos, y sus cabezas divergían, agachadas.
-Alguna vez ha de acabar esto- dijo ella- la vida no es eterna: moriremos al fin.
- ¿Moriremos? Hemos muerto ya. ¿No sabes qué esto y dónde estamos? Ésta es la muerta, Enriqueta. Somos muertos. Estamos en el infierno.
-Esto no es lo peor. No estamos plenamente muertos aún, mientras tengamos fuerzas para volvernos y huirnos, mientras podamos ocultarnos en el recuerdo. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo, y ya no habrá nada, más allá, y no habrá otro recuerdo que éste.

- Pero ¿por qué ¿? Gritó ella
- Por que eso es lo único que nos queda.
- Ella iba por un jardín entre plantas más altas que ella. Tiró de unos tallos y no podía romperlos. Era una criatura.
Se dijo que ahora estría segura. Tan lejos había retrocedido que había llegado a ser niña otra vez. Ser inocente sin ningún recuerdo, con la mente blanco, era estar segura al fin.
Llegó a un parterre de brillante césped, con un estanque circular rodeado de rocalla y flores blancas, amarillas purpúreas. Peces de oro nadaban en el agua verde oliva. El más viejo, de escamas blancas, se acercaba primero, lazando su hocico, echando burbujas.

Al fondo del parterre había un seto de alheñas cortado por un amplio pasaje. Ella sabía a quién hallaría más allá, en el huerto: su madre, que la alzaría en brazos para que jugara con las duras bolas rojas que eran las manzanas colgadas de su árbol. Había ido ya hasta su más lejano recuerdo, no había nada más atrás. En la pared del huerto tenía que haber un portón de hierro que daba a un campo. Pero algo era diferente allí, algo que asustó. Era una puerta gris en vez del portón de hierro. La empujó y entró al último corredor del hotel Saint- Pierre.

May Sinclair.

26 de julio 1935