domingo, 6 de febrero de 2011

El puente sobre el río del Búho



I

Desde un puente de ferrocarril, en el norte de Alabama, un hombre miraba correr rápidamente el agua veinte pies abajo. El hombre tenía las manos detrás de la espalda, las muñecas atadas con una cuerda; otra cuerda, anudadas al cuello y amarrada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes que soportaban los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus ejecutores – dos soldados rasos del ejército bajo las órdenes de su sargento que, en la vida civil, debió de haber sido subcomisario. No lejos de ellos, en la misma plataforma improvisada, estaba un oficial del ejército llevando las insignias de su grado. Era un capitán. En cada extremo había un centinela presentando armas, o sea con el caño del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, posición poco natural que obliga al cuerpo a mantenerse erguido. A estos dos hombres no parecía concernirles lo que ocurría en medio del puente. Se limitaban a bloquear los extremos de la plataforma de madera.


Delante de uno de los centinelas no había nada de la vida; la vía férrea se internaba en un bosque a un centenar de yardas; después, trazando una curva, desaparecía. Un poco más lejos, sin duda, estaba un puesto de avanzada. En la orilla, un campo abierto subía en suave pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con troneras para los fusiles y una sola abertura por la cual salía la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. A media distancia de la colina entre el puente y el fortín estaban los espectadores: una compañía de soldados de infantería, en posición de descanso, es decir con la culata de los fusiles en el hombro derecho, las manos cruzadas sobre la caja. A la derecha de la línea de soldados estaba un teniente, con la punta del sable tocando tierra, la mano derecha encima de izquierda. Excepto los tres ejecutores y el condenado en el medio del puente, nadie se movía. La compañía de soldados, frente al puente, miraba fijamente, hierática. Los centinelas, frente a las márgenes del río, podían haber sido estatuas que adornaban el puente. El capitán, con los subordinados sin haber el menos gesto. Cuando la muerte anuncia su llegada, debe ser recibida con ceremoniosas muestras de respeto, hasta por los más familiarizados con ella. Para este dignatario, según el código de la etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son formas de la cortesía.




El hombre que se preparaban a ahorcar podría tener treinta y cinco años. Era un civil, a juzgar por su ropa de plantador. Tenía hermosos rasgos: nariz recta, boca firme, frente, amplia, melena negra y ondulada peinada hacia atrás, cayéndole desde las orejas hasta el cuello de su bien cortada levita. Usaba bigote y barba en punta, pero no patillas; sus grandes que no hubiéramos esperamos encontrar en un hombre con la soga al cuello. Evidentemente, no era vulgar asesino. El liberal código del ejercito prevé la pena de la horca para toda clase de personas, sin excluir a las personas decentes.
Terminados sus preparativos, los dos soldados dieron un paso hacia los lados, y cada uno retiró la tabla de madera sobre la cual había estado de pie. El sargento se volvió hacia el oficial, saludó, y se colocó inmediatamente detrás del oficial. El oficial, a su vez, se corrió un paso. Estos movimientos dejaron al condenado y al sargento en los dos extremos de la misma tabla que cubría tres durmientes del puente. El extremo donde se halla el civil alcanzaba casi, pero no del todo, un cuarto durmiente. La tabla había sido mantenida en su sitio por el deseo del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su jefe, el sargento daría un paso al costado, se balancearía la tabla, y el condenado habría de caer entre los durmientes. Consideró que la combinación se recomendaba por su simplicidad y eficacia. No le habían cubierto el rostro ni vendado los ojos, examinó por un momento su vacilante punto de apoyo y dejó vagar la mirada por el agua que iba y venía bajo sus pies en furiosos remolinos. Un pedazo de madera que bailaba en la superficie retuvo su atención y lo siguió con los ojos. Apenas parecía avanzar. ¡Qué corriente perezosa!

Cerró los ojos para concentrar sus últimos pensamientos en su mujer y en sus hijos. El agua dorada por el sol naciente, la niebla que pesaba sobre el rio contra las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, el pedazo de madera que flotaba, todo eso lo había distraído. Y ahora tenía conciencia de una nueva causa de distracción. Borrando el pensamiento de los seres queridos, escuchaba un ruido que no podía ignorar ni comprender, un golpe seco, metálico, que sonaba claramente como los martillazos de un herrero sobre su yunque. El hombre se preguntó qué podía ser aquel ruido, si venía de muy cerca o de una distancia incalculable – ambas hipótesis eran posibles – se reproducía a intervalos regulares pero tan lentamente como las campanas que doblan a muerte. Aguardaba cada llamado con impaciencia y, sin saber por qué, con aprensión. Los silencios se habían progresivamente más largos; los retardos, enloquecedores. Menos frecuentes eran los sonidos, más aumentaba su fuerza y nitidez, hiriendo sus oídos como si le asestaban cuchilladas. Tuvo miedo de gritar…. Lo que oía era el tic- tac de su reloj.
Abrió los ojos y de nuevo oyó correr el agua bajo sus pies. “Si lograra libertar mis manos – pensó -, llegaría a desprenderme del nudo corredizo y saltar al río; zambulléndome podría eludir las balas; nadando vigorosamente, alcanzar la orilla; después internarme en el bosque, huir hasta mi casa. A Dios gracias, todavía está de sus líneas; mi mujer y mis hijos todavía están fuera del alcance del puesto más avanzado de los invasores”.
Mientras se sucedían estos pensamientos, aquí anotamos en frases, que más que provenir del condenado parecían proyectarse como relámpagos en su cerebro, el capitán inclinó la cabeza y miró al sargento. El sargento dio un paso al costado.

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