viernes, 26 de agosto de 2011

Reproducciones de un solo latido...



EL CORAZÓN DELATOR

Es cierto; soy nervioso, terriblemente nervioso. Lo he sido y continúo siéndolo; pero ¿por qué decir que estoy loco? La enfermedad ha agudizado mis sentidos, pero no los ha destruido. Por encima de todo, tenía muy agudizado el sentido del oído. Oigo todas las cosas del cielo y de la tierra, a veces, muchas cosas del infierno. ¿Eso significa que estoy loco? Escuchadme y observad qué cuerdamente, con cuánta calma soy capaz de relataros toda esta historia.

Sería imposible decir cómo entró primeramente la idea en mi cerebro. Pero una vez concebida me persiguió día y noche, no existía ningún motivo, no había pasión alguna. Yo quería al viejo. Él nunca me había tratado mal. Nunca me había insultado, pues yo no deseaba su oro… Creo que fue su ojo… ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo de buitre, un ojo azul pálido, recubierto por una película. Siempre que se fijaba en mí, sentía correr la sangre helada por mis venas, y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui haciendo a la idea de quitarle la vida, y de ese modo librarme para siempre de su ojo maldito.

Y ahora vine la dificultad. Me creéis loco. Pero los locos no saben nada de nada; y yo, sin embargo… Deberíais haberme visto. Os habríais dado cuenta con cuánta discreción procedí, con qué precaución, previsión y disimulo llevé a cabo mi trabajo. Nunca fui tan amable con el viejo como la semana anterior a su muerte. Y cada noche, casi a medianoche, giraba la aldaba de su puerta y la abrí. ¡Oh!, ¡qué suavemente! Entonces, cuando estaba lo suficientemente abierta para meter la cabeza, introducía una linterna sorda cerrada, perfectamente cerrada, de modo que no saliese ninguna luz, luego metía la cabeza. ¡Oh! ; Os habríais reído al ver con qué astucia llevaba a cabo mi propósito. Me movía lentamente, muy lentamente, con el objeto de no turbar el sueño del viejo.

Tardaba una hora en pasar mi cabeza por la abertura, para poder ver al viejo tendido en su lecho. ¡ Ah, ja, ja ! Podría haber sido un loco tan distraído como yo ? Y luego, cuando mi cabeza estaba en la habitación, abría la linterna con precaución infinita. ¡Oh!, ¡ con cuánta precaución! (porque chirriaban los goznes). Dejaba la linterna abierta lo necesario para que un solo rayo fuese a dar sobre el ojo de buitre. Y eso hice durante siete largas noches precisamente en la medianoche; pero siempre entraba aquel ojo cerrado, y así era imposible realizar el trabajo, pues no era el viejo quien me vejaba a su habitación y le hablaba de forma animada, llamándole por su nombre, en un tono cordial, y preguntaba cómo había descansado. De este modo comprenderéis que había tenido que ser un viejo muy perspicaz para sospechar que cada noche, precisamente a las doce, yo le observaba mientras dormía.

La octava noche tomé mayores precauciones que de costumbre para abrir la puerta. El minutero del reloj se movía mucho más rápidamente que mi pulso. Nunca, antes de aquella noche, había sentido la extensión de mis propias energías de mi sagacidad, apenas podía contener mis sentimientos de triunfo. ¡Pensar que estaba allí, abriendo la puerta a poco, y que él ni siquiera sospechaba de mis acciones o de mis pensamientos! Yo me reía ahogadamente ante la idea, y él tal vez me oyó, pues se movió de pronto, sobre la cama, como si estuviese asustado. Quizás pensaréis que me retiré; pero no estaba completamente a oscuras (pues los postigos estaban firmemente cerrados por temor a los ladrones). Yo sabía que él no podría ver la abertura de la puerta, y continué empujándola firmemente.

Tenía metida la cabeza, y estaba a punto de abrir la linterna, cuando mi dedo pulgar resbaló sobre el cierre de hojalata y el viejo se levantó de la cama gritando: “¿ Quién anda allí?”
Me quedé inmóvil y no dije nada. Durante toda una hora no moví un solo músculo, y en el intervalo no le sentí echarse de nuevo. Él continuaba sentado había hecho noche tras noche, escuchando la muerte que acechaba a la pared.

Repentinamente oí un ligero gemido, y supe que era el gemido de un terror mortal. No era un gemido de dolor o de pesar, no. Era el sonido quedo y ahogado que surge del fondo del alma cuando está sobre cargada de espanto. Yo conocía muy bien ese sonido. Muchas noches, a medianoche justamente, cuando todo el mundo dormía, había brotado de mi pecho, profundizado con un eco espantoso los terrores que me acongojaban. Diego que lo conocía muy bien. Sabía lo que el viejo sentía y le compadecía, aunque me riera en el fondo de mi corazón. Me constaba que había permanecido despierto desde que oyó el ruido por vez primera y se agitó en la cama. Desde ese momento, sus temores habían ido en aumento. Había estado tratando de convencerse que aquel ruido era infundado; pero no lo consiguió. Debió de decirse para sí: “No es más que el ruido del viento en la chimenea”; “es sólo un ratón que atraviesa la estancia”; o “es simplemente un grillo que ha cantado sólo una vez”. Sí: tuvo que tratar de convencerse a sí mismo con aquellas suposiciones; pero todos sus intentos fueron en vano. Todo fue en vano, porque la muerte se acerba a él con paso fugitivo, proyectando su negra sobra y envolviendo a su víctima, y la influencia lúgubre de la sombra imperceptible le hizo sentir – aunque no veía ni oía la presencia de mi cabeza dentro del cuarto.

Cuando hube esperado un largo rato, con mucha paciencia, sin oírle echarse de nuevo, resolví dejar al descubierto una pequeña, muy pequeña raja de la linterna, y de este modo lo hice. No podéis imaginarlos qué cautelosamente realicé mi propósito, hasta que al final conseguí un rayo tenue, como el hilo de una araña, que surgía un rayo tenue, que surgía de la abertura de la linterna y se proyectaba a lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, enorme y abierto, y yo me volví loco al verlo. Lo veía con toda claridad. Era de un color azul mate. Con un espantoso velo que me estremecía hasta la medula. Pero no puede ver otra cosa en el rostro del viejo. Tal vez, instintivamente, había dirigido el rayo precisamente sobre el condenado sitio. ¿Y no os he dicho que lo que se toma en mí por locura no es sino la agudeza de los sentidos?

Entonces llegó a mis oídos un bajo, quedo y rápido sonido, semejante al que produce un reloj cuando se le envuelve en algodones. Yo conocía demasiado bien aquel sonido. Era el latido del corazón del anciano. Aquello aumentó mi rabia, lo mismo que el temor estimula el coraje del soldado. Sin embargo, me reprima y continué esperando, apenas respiraba. Sostenía la linterna sin movimiento. Con firmeza de pulso mantuvo el rayo de luz sobre el ojo, entre tanto, el sonido infernal del corazón aumentaba; cada vez se hacía más rápido, y más rápido, y más rápido, y más alto. Y más alto a cada instante. ¡El temor de hombre debía de haber llegado al extremo! se iba haciendo más alto, más alto a cada momento. ¿Me comprendéis bien? Ya dile que soy nervioso; y lo sigo siendo. Entonces, en el profundo silencio de la noche, en medio del terrible silencio de la vieja casa, un ruido tan extraño como aquél despertó en mí un incontrolable temor. Sin embargo, durante algunos minutos más me contuve y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido se iba haciendo cada vez más lato, más alto! Pensé que mi corazón estallaría, y entonces podía ser oído desde muy lejos. ¡La hora del viejo había llegado! Con un grito infernal abrí la linterna y salte al interior de la alcoba. El viejo, inmediatamente, grito; pero sólo una vez. En un instante le arrojé al suelo, volcando sobre su cuerpo el pesado lecho. Luego sonríe alegremente al ver cumplido mi plan. Pero durante muchos minutos el corazón siguió latiendo con un sonido sordo. Aquella. Sin embargo, no me inquietaba, pues me constaba que no podría oírse a través de la pared. Finalmente, cesó, el viejo estaba muerto. Levanté la cama y examiné el cadáver. Si estaba frio, tan frio como una piedra. Puse mi mano sobre su corazón y la retuve allí durante algunos minutos. No había ninguna pulsación. Estaba completamente muerto. Su ojo no podría molestarme ya más.

Si todavía me creéis loco, dejaréis de creerlo cuando os descubre las prudentes precauciones que tomé para ocultar el cadáver. La noche declinaba y yo trabajé apresuradamente y en silencio. Lo primero que hice fue desmembrar el cuerpo. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas. Luego, levanté tres planchas del suelo de la habitación y lo deposite entre el entarimado del piso. Volví posteriormente a colocar las maderas con tal cuidado, y de modo tan prefecto, que ningún ojo humano, ni aun el suyo, podría haber descubierto ninguna gota de sangre. ¡Para algo había tenido tanto cuidado! Una cubeta hecho desaparecer todo.

Cuando hube acabado todos esos trabajos eran las cuatro, y estaba tan oscuro como a medianoche. Cuando el reloj dio la hora, oí que llamaba a la puerta de la calle. Bajé a abrir con alegría, pues ¿qué había de temer…? Entraron tres hombres que se presentaron a sí mismo como agentes de la policía. Un vecino había oído un chillido durante la noche, y sospechaba que se hubiera producido un acto violento. La sospecha fue comunicada a la oficina de la policía, y ellos ( los oficiales) fueron enviados para investigar el caso.

Me sonreí… ¿Qué podía yo temer? Di a aquellos caballeros la bienvenida. El chillido, les dije, lo produje yo mismo, en sueños. El viejo., les referí, estaba ausente en el campo. Llevé a mis visitantes por toda la casa. Los conduje a su habitación: les mostré sus tesoros seguros, sin tocar por nadie. En el entusiasmo de mi confidencia traje sillas a la habitación y les invité a que descansaran de sus fatigas, mientras yo mismo, con la osada ausencia de mi perfecto triunfo, colocaba mi propia silla precisamente encima del lugar donde reposaba el cadáver de la víctima.

Los oficiales se dieron por satisfechos. Mis maneras les habían convencido. Yo estaba completamente tranquilo. Se sentaron, y mientras yo contestaba alegremente, ellos hablaron de cosas familiares. Pero no mucho tiempo después me sentí palidecer y deseé que se fueran. Me dolía la cabeza y me sonaban los oídos; pero ellos, sin embargo, seguían sentados y charlando. El sonido de los oídos de hizo más claro. Continuó y llegó a hacerse claramente perceptible. Yo hablaba mucho para librarme de aquel sentimiento; pero éste continuaba y se precisamente cada vez, hasta que al fin descubrí que el ruido no estaba en mis oídos.

Debí de ponerme muy pálido; pero seguía hablando con fluidez y en voz más lato de lo común. El ruido aumentó. ¿Qué podía hacer yo para evitarlo? Era un sonido bajo, sordo y rápido, semejante al que produce un reloj envuelto en algodones, abrí la boca para respirar y los oficiales no oían nada. Hablé más rápidamente, más vehementemente, pero el ruido seguía aumentando con firmeza. Me levanté y argumenté violentamente. Pero el ruido seguía aumentando.

¿Por qué no se irían? Me puse a recorrer la habitación de arriba abajo, dando zancadas, como si excitasen mi furia las observaciones de aquellos hombres; pero el ruido seguía aumentando firmemente. ¡Oh, Dios mío¡ ¿Qué podría hacer? Grité, bramé, blasfemé. Balanceé la silla sobre los maderos, pero el ruido se alzada sobre todo, y aumentaba continuamente. Se hizo más fuerte, más fuerte, más fuerte. Y aquellos hombres charlaban amablemente y sonreían…
¿Era posible que no lo oyeran? ¡Oh Dios Todo poderoso! ¡Oh, no! ¡Ellos lo oían! ¡Ellos sospechaban! ¡Ellos lo sabían! ¡Se burlaban de mi espanto!
Eso pensé, y eso pienso ahora. Pero cualquier cosa era mejor que soportar aquella agonía. ¡Cualquier cosa era más tolerante que aquella burla! Yo no podría soportar por más tiempo aquellas hipócritas sonrisas. Sentía que debía gritar o me moriría. Y de nuevo se escuchaba más fuerte, ¡más fuerte!, ¡más fuerte!
¡Malvados! grité - ¡No disimuléis más! Admito el hecho. ¡Apartad esos tablones! ¡Aquí! ¡Aquí está el latido de su horrible corazón!

Narraciones extraordinarias

EL CORAZÓN DELATOR.
Edgar Allan Poe


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