sábado, 17 de mayo de 2014
Expiación
SILENCIO
Las
cumbres de la montaña dormitan;
Los
valles, los peñascos y las cuevas están en silencio
Aloman
"Escúchame -dijo el
demonio, poniendo su mano sobre mi cabeza-. El país que te digo es
una región lúgubre.
Encuéntrase en Libia, junto a las orillas del Zaire. Allí no se encuentra
descanso ni
silencio." Las aguas del río son de un tinte azafranado y lívido. No
corren hacia el mar, sino que eternamente se agitan, bajo la pupila roja del sol,
con un movimiento convulsivo y tumultuoso. A ambas orillas de este río de fangoso
cauce extiéndese, en una distancia de muchas millas, un pálido desierto de
gigantescos nenúfares. Uno contra otro, ofréncese como anhelantes en esta
soledad, y dirigen hacia el cielo sus largos cuellos espectrales, fantasmales.
Inclinan, a un lado y otro, sus perennes corolas. De ellos sale un rumor confuso
que se parece al refugio de un torrente subterráneo. Y el uno inclinándose
hacia el otro, suspiran; pero se halla una frontera en su imperio, y ésta es
una selva densa y oscura. Desde luego, horrible.
A semejanza de las olas
en torno de las islas Hébridas, los árboles están allí en perpetua agitación, y
no obstante, no sopla viento alguno en el cielo. Los enormes árboles primitivos
se balancean continuamente, cediendo a otro lado, con un estrépito impresionante.
Y de sus altas copas, llorando gota a gota, se filtra un inacabable rocío.
Extrañas flores venenosas se retuercen a sus pies en un perpetuo duermevela. Y
sobre sus copos, provocando un suave eco, nubes de plomo se precipitan hacia el
Oeste, hasta que como una catarata se vierten detrás del muro ardiendo del
horizonte. Pero a pesar de ello, repito, no hay fuerte viento, y a ambas
orillas del Zaire, no existe el silencio ni la calma.
Era de noche y caía la
lluvia. Y cuando caía, era lluvia; pero caída ya, dijérase sangre.
Encontrábame en medio de
la marisma, y cerca de los nenúfares gigantescos, y caía la lluvia sobre mi
cabeza, en tanto suspiraban los nenúfares. El cuadro era de una desolación solemne.
De pronto, a través del leve velo de la funérea niebla, se levantó la luna. Una
luna roja. Y mis ojos se fijaron entonces en una gran roca gris que se alzaba
en la margen del río y a la que aquélla iluminaba. La roca era gris, siniestra,
altísima...
En ella había unos
caracteres grabados. Avancé hacia ella por la larga marisma de nenúfares, hasta
que me encontré próximo a la orilla, para poder leer aquellos caracteres
grabados en la piedra. Pero no podía descifrarlos. Decidí, en esto, retroceder,
y la luna brilló entonces con un rojo más vivo. Me volví y miré otra vez hacia
la roca. Volví a mirar los caracteres. Y finalmente, pude leer estas palabras:
DESOLACIÓN.
Miré hacia arriba. En lo
alto de la roca había un hombre en pie. Y, para espiar sus acciones, me escondí
entre los nenúfares... El hombre era imponente, mayestático, y desde los
hombros hasta los pies, envolvíase en la toga de la antigua Roma. Su silueta
era indistinta, pero sus rasgos eran los de la divinidad. Porque, a pesar de
las sombras de la noche, y de la niebla, sus rasgos faciales fulguraban.
Su frente era ancha y
reflexiva. Y los ojos aparecieron nublados por las cavilaciones.
Leíanse en las arrugas
de sus mejillas las imaginaciones del tedio, del cansancio y del disgusto de la
Humanidad, a la vez que un gran deseo de soledad.
Sentóse
el hombre sobre la roca, apoyó en sus manos la cabeza, paseó sus miradas por la
desolación que le rodeaba. Contempló losarbustos siempre inquietos, y los
grandes y primitivos árboles. Miró a lo alto, a las nubes y a la luna roja. Y
yo, escondido al amparo de los nenúfares, no perdía ninguno de sus actos,
pudiendo apreciar cómo temblaba el hombre en medio de la soledad. Así avanzaba
la noche, pero el hombre
continuaba sentado sobre la roca.
Apartó del cielo su
mirada para fijarla sobre el lúgubre Zaire, siguiendo con los ojos las aguas
amarillas y las legiones pálidas de nenúfares. Parecía escuchar los suspiros de
éstos y el murmullo que se alzaba de las aguas. Desde mi escondite seguí
observando los actos del hombre. Vi cómo continuaba temblando en la soledad.
Avanzaba más y más la noche, pero el hombre permanecía sentado sobre la roca. Me
abismé en las simas remotas de la marisma, y anduve a través del bosque
susurrante de nenúfares. Llamé a los hipopótamos que vivían en aquellas
profundidades, y las bestias escucharon mi llamada, viniendo hasta la roca,
rugiendo, sonora y espantosamente. Todo bajo la luna.
Maldije a los elementos.
Y una tempestad horrible se formó en el cielo. Allí donde apenas momentos antes
corría un soplo de brisa. El cielo se volvió lívido bajo la violencia de la tempestad,
azotaba la lluvia la cabeza del hombre, y se desbordaban las olas del río. Este, torturado, saltaba
rizado en espuma. Y crujían los nenúfares en sus tallos.
El bosque se agitaba al
viento. Se derrumbaba el trueno. Centelleaba el relámpago. Y el hombre, amo
siempre, temblaba en la soledad, sentado sobre la roca.
Irritado, maldije con la
maldición del silencio; maldije al río y los nenúfares, al viento y al bosque,
al cielo y al trueno, a los suspiros de los nenúfares
... Entonces se tornaron
mudos.
Y cesó la luna en su
lenta ruta por el cielo.
El trueno expiró y no
centelleó el relámpago. Quedáronse quietas las nubes, descendieron las aguas de
sus lechos, y cesaron de agitarse los árboles. Ya no suspiraron los nenúfares.
Ni se elevaba el menor rumor, ni la sombra de un sonido, en todo aquel gran
desierto sin límites. Volví a leer los caracteres grabados sobre la roca.
Habían cambiado. Ahora decían esta palabra: SILENCIO.
Fijé mis ojos en el
rostro del hombre. Estaba pálido de miedo. Levantó apresuradamente la cabeza
que tenía entre las manos y se incorporó sobre la roca. Aguzó, entonces, los
oídos. Pero en todo aquel desierto sin límites no se oyó voz alguna. Y los
caracteres grabados sobre la roca seguían diciendo:
SILENCIO.
El hombre se estremeció
y volvióse de espaldas. Y huyó lejos, muy lejos.
Apresuradamente. Y ya no
le vi más.
* * *
Se encuentran bellos
cuentos en los libros de magia, en los tétricos libros de los magos, en esos
libros que están encuadernados en piel. Digo que hay allí magníficas historias
del cielo y de la tierra, así del fiero mar como de los genios que han reinado
sobre él; sobre la castigada tierra y acerca del cielo sublime. Hay, asimismo,
gran sabiduría en las palabras que han sido dictadas por las sibilas. Y
sagradas cosas fueron escuchadas en otro tiempo por las hojas sombrías que
temblaban alrededor de Dodona... Pero, tan cierto como que Alá está vivo, considero
a esta fábula, que el demonio me hizo ver cuando se sentó a mi lado en la
sombra del sepulcro, como la más maravillosa de todas.
Y
cuando el demonio hubo concluido de guiarme, se hundió en las profundidades del
mismo sepulcro y comenzó a reír. Yo no pude reír con él, provocando sus
maldiciones. Y el búho, que continúa en el sepulcro por toda la eternidad,
salió de él, y púsose a los pies del demonio, y le miró a la cara fijamente.
NARRACIONES
EXTRAORDINARIAS
Edgar Allan Poe
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario