El
cuerpo femenino de César Moro
Por Rocío Silva Santisteban
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" Colgando mis mejores deseos " |
Es en la década de 1980 que se produce una suerte de
revival de la poesía de César Moro
gracias a la primera “obra poética completa” publicada por Ricardo Silva
Santisteban en la editorial del Instituto Nacional de Cultura. Ese libro se
convirtió para algunos poetas y estudiantes de literatura en una referencia más
fuerte y brutal que cualquier otra, incluso que Heraud o Cisneros, mucho más
que Luis Hernández, también en revival
por aquellos años. La influencia de Moro era más fuerte y penetrante, sobre
todo, para las mujeres.
¿Por qué —y esto me lo he preguntado durante años—
para quienes empezábamos a escribir poesía durante esos años, Mariela Dreyfus,
Patricia Alba, Rosella di Paolo, Tatiana Berger, entre otras, nos sentíamos
absolutamente atraídas, fascinadas y hasta corrompidas por la obra poética de
César Moro? No era simplemente que nos gustara su estilo, ni que su destreza en
la producción infinita y desencadenada de imágenes nos subyugara, o que su vida
y obra se encadenaran de manera fascinante, como el caso de los poetas malditos
también figuras icónicas, era otra cosa... un imán simbólico que nos atraía de
forma densa y oscura y cuya fuerza principal consistía, precisamente, en haber hecho
del hombre su objeto de deseo.
En la poesía clásica de todos los tiempos que
habíamos leído la mujer era el objeto de amor. En la poesía escrita por
mujeres, desde las cantigas de amigo gallego-portuguesas hasta los poemas de
Safo, la presencia del hombre como “amado” era siempre fugaz o, en todo caso,
tímida y casi imperceptible, o inexistente. Safo, la más lúbrica de las poetas,
no cantaba a los “fabulosos testículos” sino a las delicadas manos femeninas.
Safo amaba a las mujeres y por lo tanto le era más fácil travestir su voz como
Catulo u otro de sus pares. En el caso de América del Sur, los poemas de
autoras como Alfonsina Storni o la misma Blanca Varela en el Perú,
representaban al “amado” como una figura abstracta, a quien muchas veces se le
reprochaban actitudes o indiferencias (como en el caso de Monsieur Monod no sabe cantar), pero pocas veces cobraba cuerpo.
Moro, en cambio, que también reprochaba como si se
tratara de una voz femenina aunque con un cierto ego desmesurado masculino,
entreveraba esos reproches con fórmulas infalibles de vinculación del cuerpo
del amado con el cosmos. Como decía Patricia Alba en una entrevista con Antonio
Cisneros: “Su poesía es, en mucho, una referencia fundamental. Un complejo
físico, psicológico, afectivo, sexual. La idea de la totalidad” (Kantu).
¿Acaso no es la idea
de totalidad lo que nos empuja hacia la búsqueda de intensidad en toda
pasión amorosa y en toda poesía erótica? Moro no puede ser más intenso: precisamente
esa mezcla de eros y pathos produce la intensidad vibrante de
una poesía que palpita a sangre viva. El
mismo lo afirmaba cuando decía “amo el amor de faz sangrienta con dos inmensas
puertas al vacío” (El Fuego y la
Poesía, v.7). Pero lo que llama la atención, además, son las
modulaciones de su voz encarnadas en un cuerpo que se deshace por la fuerza “de
tigre, de dios, de bestia” de ese otro cuerpo al que seduce y enamora: de ese
otro cuerpo que es, por sobre todo, un cuerpo absolutamente erotizado y
masculino. Esa extraña mezcla entre voz
masculina con modulaciones femeninas y ese canto al cuerpo del hombre como
elemento a ser ensalzado, es lo que cautiva de la poesía moreana; y lo que
subyuga definitivamente es la forma como Moro construye con una voz masculina
una autorepresentación corporal femenina. Precisamente esta construcción es lo
que pretendo explicar esta noche.
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" Mi rocola interior " |
Voz y cuerpo
¿Es posible que un hombre posea una representación
textual corporal femenina? Y quisiera que la pregunta quede bastante clara: no
cuestiono la posibilidad de que un hombre posea un cuerpo femenino, a estas
alturas del siglo XXI esa ya no es una suposición sino una realidad, los
hombres pueden portar sobre sus cuerpos caderas, senos, nalgas redondeadas y
lampiñas, además de sus penes, convirtiéndose en lo que algunos llaman
“transgénero” y planteando un sinfín de dificultades a sociólogos y psicólogos
dedicados a los estudios de género. Digamos que la pregunta propone
implícitamente la pertinencia, para un análisis literario, de la ruptura de
géneros estereotipados y de la idea de un cuerpo previo al discurso. Por eso mi
pregunta parte de la suposición de que quien escribe deja las huellas de su
cuerpo en la textura de la escritura y viceversa, por lo tanto, construye un
“cuerpo textual” cuya representación suele ser especular a su identidad.
Entonces la repito, ¿es posible que la representación del cuerpo en los poemas
y las cartas de César Moro sea en realidad la construcción de un cuerpo
femenino desde una voz masculina? Esa es mi hipótesis que no nace simplemente
de una indagación académica sino de una filiación personal y poética profunda
por la obra desgarrada y pasional de este radical de la poesía y del amor.
Para contestarla voy a echar mano de algunas
propuestas últimas de la teoría de género, de manera bastante desordenada y
saltando de un concepto a otro, para poder realizar un análisis de los textos
de Moro escritos en español, es decir, La
Tortuga Ecuestre y
las Cartas a Antonio.
En la medida que el género, según lo apunta Judith
Butler, se organiza sobre el cuerpo a partir de una performatividad, es decir,
de la repetición de actos y de la ritualización de esos actos cuyo efecto
produce una naturalización en el contexto de un cuerpo, es posible que éste sea
engenerado. En otras palabras: es posible que de alguna manera el cuerpo dé su
ley al cuerpo. En ese sentido no existen mandatos naturalizados tan fuertes que
no permitan a su vez romper con ellos y a costa de repetir y repetir
multiplicidad de actos transgresores, posicionarnos de otro espacio en el
género.
César Moro planteó para sí mismo la posibilidad de
salir de las casillas en las que lo podría haber encasillado la rígida sociedad
de su época a partir de tres actos fundamentales en su vida: el cambio de
nombre, el cambio de lengua y el cambio de género. Los tres cambios se
registran a partir de asumir para sí mismo una condición marginal de vida: ser
poeta. Es en la poesía que Moro se encuentra a sí mismo a partir de sus tres
cambios: nombre, lengua y género.
Con cambio de género no me refiero, por supuesto, a
que haya asumido a partir de su condición homosexual, una performatividad
femenina para su vida, si no un cambio de condicionamiento específico de género
para su obra. Me refiero a que, precisamente desde la construcción del objeto
amoroso en la exaltación erótica de un cuerpo masculino, Moro logró romper con
los mandatos y estereotipos y salirse incluso de los cánones tradicionales de
la poesía homosexual clásica griega o latina.
Si recordamos, los poemas clásicos homosexuales como
los de Catulo o Lucrecio representan al objeto amoroso con rasgos femeninos: se
trata de efebos delicados, de nalgas blancas y pechos lampiños, que vuelven
locos a estos viejos y achacosos poetas. En estos textos el tema de la relación
amorosa por antonomasia, la dominación,
representa nuevamente al amado-dominado como el objeto amoroso, apasionante en
la medida que recrea la debilidad de la figura femenina aunada a la inocente
adolescencia. En textos más recientes, como los poemas homosexuales de Cavafis,
los amados son seres disolutos, jóvenes eternos pero opacos, extasiados de sus
propios vicios y en medio de la mugre, resplandecientes de tanta belleza.
Invariablemente los poemas homosexuales de Cavafis son tristes, apesadumbrados,
mórbidos, melancólicos. Cavafis logra romper ciertamente con la idea del
amado-dominado para recrear un personaje ambiguo por fuerte y vulnerable a la
vez.
Moro, en cambio, se inscribe a partir de su
condición de surrealista, en un nuevo juego retórico que presupone como rasgo
de rigor la modulación de su voz masculina a través de una voluptuosidad
clásica femenina. El amado icónico de toda su poesía va a ser Antonio, el
militar mexicano que logra arrancarle a Moro no solo los versos más extraños y
encendidos, sino la locura suficiente como para lograr construir un
amado-dominador en sus textos de La Tortuga Ecuestre pero sobre todo, en sus
famosas Cartas a Antonio.
En los siguientes versos vemos cómo con un juego de
acumulación de imágenes, todas ellas hiperbólicas, César Moro construye la
masculinidad de su amado:
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" Mi media manzana " |
Antonio
es Dios
Antonio es el Sol
Antonio puede destruir el mundo en un instante [...]
Antonio puede crear continente si escupe sobre el
mar [...]
Antonio fecunda las estrellas
Antonio es el Faraón el Emperador el Inca
Antonio es siete veces más grande que el Coloso de
Rodas
Antonio sobrepasa en majestad al espectáculo
grandioso del mar enfurecido
Antonio es toda la dinastía de los Ptolomeos
México crece alrededor de Antonio
(Antonio).
Las imágenes que escoge Moro para la descripción de
Antonio son fuertes o agresivas o majestuosas. En principio, la posibilidad de
la fecundación lo colocan directamente en el ámbito de lo masculino: pero una
masculinidad cósmica en la medida que “fecunda las estrellas”. Por otro lado el
coloso de Rodas representa una de las maravillas del mundo pero también el
poder; a su vez, el Emperador, el Faraón, el Inca no solo son personajes con
poder sino con un poder desmesurado, que por supuesto se inscribe perfectamente
en la desmesura de las otras descripciones o de las acciones que Antonio puede
lograr (como la destrucción del mundo).
El acto de escupir, a pesar de que puede ser
realizado indiscriminadamente por hombres y mujeres, en la cultura machista
latinoamericana cobra otra dimensión: no es símbolo de asquerosidad sino de
petulancia, de arrogancia y de la clásica soberbia del hombre lumpen al que
todos le temen. Las descripciones que el yo
poético escoge para Antonio están cargadas, precisamente, de lo más temido
de la masculinidad: su ineluctable fascinación por el poder. Escupir es una
acción que siempre se le atribuye al otro-amado (excepto en el poema Varios leones al crepúsculo lamen la corteza
rugosa de la tortuga ecuestre en el que el yo poético “invariablemente
escupe a la hora del Ángelus”) y que representa, de alguna manera, una acción paralela a la de
la fecundación. El amado escupe como si lanzara su semen a diestra y siniestra,
sin la necesidad de la posesión, por lo tanto, escupir es el acto gratuito que
demuestra el poder fecundador del varón.
Es el mismo poder que ejerce el objeto amoroso sobre
el sujeto amante lo que fascina al yo poético en su necesidad de dejar en claro
quién es el subyugado por quién. No se trata ya de los jóvenes oscuros y
ambiguos de Cavafis, sino de un hombre trasfigurado en una bestia, en un dios
cruel, en un “tigre implacable de testículos de estrella”.
Te
quiero con tu gran crueldad, porque apareces en medio de mi sueño y me levantas
y como un dios, como un auténtico dios, como el único y verdadero, con la
injusticia de los dioses, todo negro dios nocturno [...] como un potro salvaje,
con tus manos salvajes y tus pies de oro que sostienen tu cuerpo negro, me
arrastras y me arrojas al mar de las torturas y de las suposiciones (Carta).
La necesidad de repetir el calificativo de dios en
una cadena cada vez más precisa (como un
dios, como un auténtico dios, como el único y verdadero, con la injusticia de
los dioses) deja sentado en claro que el amante y yo del texto requiere de
un poder omnímodo para fascinarse y de la calidad de oscuridad en ese poder
para dejarse poseer. Por otro lado, cuando señala que este dios injusto lo
arrastra y arroja al mar de las torturas, más que una queja plantea una puesta
en escena de la idea de la totalidad. El
juego de la seducción sigue invariablemente las pautas de la masculinidad, a
pesar de todo. O por lo menos digamos, a
pesar del rol femenino que se le otorga al yo poético. Precisamente es el yo
poético quien se reviste de dulzura, vulnerabilidad y cierta delicadeza, pero
sobre todo, de una forma de seducción sensualmente femenina.
Guárdame junto a ti, cerca de tu ombligo en que
principia el aire; cerca de tus axilas donde se acaba el aire. Guárdame junto a
ti. Seré tu sombra y el agua de tu sed... (Carta)
[...] al extender tu mano sentirás un cuerpo
extraño, helado: seré yo
Mesándome el cabello lentamente subo
Hasta tus labios de bestia (En el agua dorada el sol).
Este juego de seducción desde una performatividad
femenina pero según las claras reglas del poder masculino queda mucho mejor
expuesto en los siguientes versos:
¿Para
qué resistir a tu poder? Para qué luchar con tu fuerza de rayo, contra tus
brazos de torrente; si así ha de ser, si eres el punto, el polo que imanta mi
vida [...] Tu historia es la historia
del hombre.
Para dejarse seducir por esta monumental figura
masculina, el yo poético debe asumir en principio que esta gran bestia nocturna
es solo el símbolo de sí: de la historia del hombre. Estamos ante la repetición
de un ritual narcisista: te amo, oh dios, porque me amo a mí mismo. No obstante, la calidad del sufrimiento y de
las torturas que provocan las suposiciones devuelve a ese yo poético a la
calidad de sumisión - dominación.
[...] mi pobre ternura rechazada no podrá envolverte
en una mirada, en un anhelo infinito (Carta).
[...] persígueme, tortúrame, maldíceme, pero no me
abandones a mi propia desesperación (Carta).
El alejamiento produce nuevamente el abismo de las
suposiciones y el yo poético se arroja irremediablemente a las simas del vacío.
A pesar del narcisismo, el yo poético no caracteriza al amado como una imagen
especular a sí mismo: se trata de un hombre por encima de sí mismo. Un dios, un
Pegaso, una bestia, un tigre, pero sobre todo, un cuerpo erguido y erecto.
Gran
Vendaval, dispérsame en la lluvia y en la ausencia celeste, dispérsame en el huracán
de celajes que arremolina tu paso de centella por la avenida de los dioses
donde termina la Vía Láctea
que nace de tu pene (Carta).
Los poemas homosexuales de César Moro logran
construir, a partir de la ritualización de la performatividad de género, una
posibilidad de localización muy diferente de la tradicional poesía homosexual.
Este paso hacia otro lado recrea, de alguna manera, una cierta feminización
problemática: se enaltece al cuerpo del varón y su calidad de fecundador. No
obstante, lo verdaderamente femenino de la poesía moreana —y sé que mis amigas
feministas no me lo van a perdonar— es la fascinación por el poder del varón y
la constitución del yo poético en un ambiguo espacio de sumisión-admiración. La
exaltación del pene, los testículos y los fluidos corporales masculinos que
producen una suerte de fecundación cósmica en la poesía de Moro dejan en claro
la fascinación por rituales de seducción y poder. En la medida que se
hiperboliza al objeto amado, el sujeto amante logra ejercitar una performance más admirable.
Casa de Citas. Revista de Literatura
Dirigida por Luz Vargas y Militza Angulo
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