lunes, 23 de marzo de 2009

LA PATA DE MONO



I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Luburnum Villa los postigos estaba cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez; el primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.


- Oigan el viento – dijo el señor White; había cometido un error fatal y trababa de que su hijo no lo advirtiera.
- Lo oigo – dijo éste movimiento implacable la reina- jaque.
- Mate – contestó el hijo.
- Esto es lo malo de vivir tan lejos – vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia -. De todos los barriales, éste es el peor. El camino es un pantano. No sé en qué piensa la gente. Como hay sólo dos casa alquiladas, no les importa.


- No te aflijas, querido – dijo suavemente su mujer -, ganarás la próxima vez.
El señor White alzó la visita y sorprendió una mirada de complicidad entre la madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.
Ahí viene- dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; lo oyeron cordolerse con el recién venido.

Luego, entraron mayor Morrir – dijo el señor White, prestándolo. El sargento les dio la maño, acepto la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.



Al tercer vaso la brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.
- Hace veintiún años -. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.
- Me gustaría ir a la india – dijo el señor White -. Sólo para dar un vistazo.
- Mejor quedase aquí – replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levente, volvió a sacudir la cabeza.
- Me gustaría ver esos viejos templos y faquires y malabaristas – dijo el señor White -, ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?
- Nada- contesto el soldado, apresuradamente-, nada que valga la pena oír.
- ¿Una pata de mono? –preguntó la señora White.
- Bueno, es lo que se llama magia, tal vez – dijo con desgano el sargento.
- Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios; Volvía a dejarla. El dueño de casa la llenó.
- A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular – dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.
La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examino atentamente.
- ¿Y qué tiene de extraordinario? – preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.
- Un viejo faquir le dio poder mágico – dijo el sargento mayor -, un hombre muy santo… Quería demostrar puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: tres hombres pueden pedir tres deseos.
- Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.
- Y usted, ¿por qué no pide los tres deseos? – pregunto Herbert White.
El sargento lo miró con tolerancia.



- Las he pedido – dijo, y su rostro curtido palideció.
- ¿Realmente se cumplieron los tres deseos? – preguntó la señora White.
- Se cumplieron – dijo el sargento.
- ¿y nadie más pidió? insistió la señora.
- Sí, un hombre. No sé cuales fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera, fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.
Habló con tanta gravedad que produjo silencio.
- Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán – dijo, finalmente, el señor White-, ¿para qué lo gurda?





El sargento sacudió la cabeza:
- Probablemente he tenido alguna vez la idea de venderlo; pero creo que no lo haré, ya ha causado bastante desgracia. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.
- Y si a usted le concedieran tres deseos más – dijo el señor White-, ¿ Los pediría?
- No sé – contestó el otro-. No sé.
Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego, White la recogió.
- Mejor que se queme – dijo con solemnidad el sargento.
- Si usted no la quiere, Morris, démela.
- No quiero – respondió terminantemente -, la tiré al fuego; si la gurda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.
El otro sacudió la cabeza y examino su nueva adquisición. Preguntó:
- ¿Cómo lo se hace?
Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe tener las consecuencias.
- Parece de las mil y una noches – dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa -. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?
El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.
- Si está resulta a pedir algo – dijo agarrando el brazo de White-, pida algo razonable.
El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la india.
- Si en el cuento de la pata de mono hay verdad como en los otros – dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.
- ¿le distes algo?,- le preguntó la señora White, ruborizándose lentamente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

- Sin duda – dijo Herbert, con fingido horros-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por la mujer.
El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó perplejamente.
- No se me ocurre nada para pedirle – dijo con lentitud-, me parece que tengo todo lo que deseo.
- Si pagaras la hipoteca de la casa sería feliz. ¿no es cierto?- dijo Herbert poniéndose la mano sobre el hombre-, Bastará con que pidas doscientas libras.
El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levanto el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.
- Quiero- doscientos- libras- pronuncio el señor White.
Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.



- Se movió- dijo mirando con desagrado el objeto y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.
- Pero yo no veo el dinero – observó el hijo, tomando el talismán y poniéndolo sobre la mesa-, apostaría a que nunca lo veré.
- Habrá sido tu imaginación, querido- dijo la mujer mirándolo ansiosamente.
- Sacudió la cabeza antes de responder:
- No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.
Se sentaron juntos al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando se golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

- Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en el medio de la cama – dijo Herbert al darles las buenas noches-, una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus ilegítimos
- Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad, y miró las brasas, y vio caras en ellas. Las últimas eran tan simiesca, tan horrible, que la miró con sombro: se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el ombligo y subió a su cuarto.

Wlliam Wymark jacobs

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